A cualquier persona que piensa de una determinada manera le cuesta correrse un poco de sus ideas y abrirse a opiniones diferentes. Nos pasa a todos en mayor o menor medida. De hecho, solemos leer y escuchar a periodistas que piensan parecido a nosotros para poder seguir alimentando nuestra visión del mundo. Es normal también que en ciertos temas tengamos menos grises que en otros. Por eso decía San Agustín en el siglo V: “En lo esencial la unidad, en lo opinable la diversidad y en todo la caridad”.
Cuando las personas en nombre de “la verdad” o de “su verdad” comienzan a despreciar al que piensa de otra manera sobreviene el fundamentalismo. Este puede tener características diversas; no solo puede ser de caracter religioso; a veces es político o incluso futbolístico.
Como actitud mental provoca cerrazón y, por tanto, el convencimiento de que el otro no tiene nada que aportar. Lleva a creer que uno recibió una “misión” para acometer una cruzada. Cuando caemos en esta actitud confundimos lo esencial con lo accidental, la opinión del otro es descalificada y, en definitiva, perdemos la caridad.
La famosa grieta argentina obedece a estas premisas: “O estás conmigo o estas contra mí”. En términos políticos, diríamos que el adversario pasa a ser considerado un enemigo. Las campañas dejan de ser ocasión de debate de ideas para convertirse en oportunidad de ataques verbales.
La experiencia de estos años en el Instituto de Diálogo Interreligioso (IDI) nos llevó a los miembros de diversas religiones que lo integramos por otros horizontes. Es que, a partir del conocimiento de qué cosas son esenciales para uno, podemos identificar un conjunto de cuestiones opinables y abrirnos a las enseñanzas del otro. De ese enriquecimiento mutuo puede nacer una mejor comprensión del otro y de la realidad.
Vivir en un país es también aprender a convivir con las diferencias para lo cual es fundamental el respeto. Podemos disentir sin agraviar o insultar. Cuando uno está convencido de las cosas que considera esenciales y rechaza imponerlas por la fuerza, sino que solo busca proponerlas respetuosamente, tiene que saber que puede sufrir persecución y ser consciente, en tal caso, de que no debe ser igual al que lo persigue.
Los cristianos tenemos el fuerte testimonio de Jesús que nos dice en las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados. Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios. Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente a causa de Mí. Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que ustedes” (Mt 5;3-12).
Destaco especialmente la última bienaventuranza, donde se nos invita a encontrar sentido a la persecución. Si hay algo a lo que el Evangelio llama con fuerza, a diferencia de otras tradiciones religiosas, es a perdonar y, más aún, a amar al enemigo: “¿Si amas a los que te aman que recompensa mereces?” (Mt 5,46). Por lo tanto, en nuestra vida en sociedad debemos mantener las convicciones, pero a la vez no descalificar al que piensa distinto.
Al fin de cuentas, la esencia de la democracia es la administración de las diferencias, el debate de ideas -a veces fuerte, es cierto- en la búsqueda del bien común, donde la opinión de cada uno debe ser respetada, no suprimida. Se requiere pues una cultura cívica. Y los cristianos tenemos una doctrina que nos compromete aún más en el ejercicio de la convivencia democrática.